3 de mayo
Hoy es uno de esos días en los que necesito subir a la
terraza para que el viento me quite las tonterías. Estoy en una de esas rachas que
sé que dentro de un tiempo recordaré como: "Jo, qué mal lo pasé
entonces". Pero no es tan terrible, nunca lo es. Estoy preocupada por personas
que no pasan por sus mejores momentos... y los echo de menos, mucho. Es duro
querer desde lejos. Es duro no estar cerca con tu cuerpo pero que tu corazón sí
que esté allí. Es muy duro ver los momentos importantes desde lejos, desde el
cristal de la pantalla de tu ordenador... cumpleaños especiales, graduaciones,
nacimientos, mudanzas, nuevos trabajos, nuevos retos.
Lo curioso es que esto se debe a querer mucho, a querer
muy bien, a querer pese a todo y a que te sigan queriendo. Esto se debe a
seguir persiguiendo tus sueños, aunque estos te lleven lejos de lo que amas, a
mantenerte a flote en las horas bajas, permitiéndote no ser perfecta. A tolerar
el malestar, la tristeza y la nostalgia sabiendo que pasarán, sabiendo que los
frutos serán valiosos y compensarán todo esto. Sabiendo que, si no tuviera a
nadie, si nadie me tuviera a mí, todo sería más fácil... fácil pero insulso y
vacío. Vano. Carente de propósito.
En fin, supongo que se trata de respirar. Respirar y
recordar que la decisión fue mía y que siempre puedo cambiar de idea. Respirar
y saber que pasará pronto, que antes de que me dé cuenta ya no tendré que
pensar en respirar.
No me creo que haga 23 grados y esté tomando el sol en la
terraza. No cuando llevamos semanas de gris y lluvia perpetuos, sin pasar de
los 12 grados. He llegado a la conclusión de que no podría ser un vampiro y
vivir en una noche eterna... eso me lleva a recordar que hace unos dos meses
estaba o, mejor dicho, estábamos preguntándonos si ellos y otras criaturas
sobrenaturales de verdad existían. Todo empezó como cualquiera de esas
películas americanas de terror para adolescentes... cuatro chicas inocentes que
alquilan un coche y se van de acampada. Esto fue lo que pasó.
Parte 1: The Cabin
(la cabaña)
11 de marzo
Tras las aventuras con mis hermanas descubriendo Ciudad Esmeralda, decidimos que estaría bien alquilar un coche y descubrir la
península de Olympic. Para ser más exactos, primero intentamos pillar algún
vuelo barato rumbo a un destino glamuroso tipo San Francisco o LA, pero una vez
hubimos echado cuentas, asumimos que se salía con mucho del presupuesto.
Acabamos planeando un viaje por carretera, rodeando la península de Olympic,
tantas cosas nos pasaron que voy a dividirlo en dos post. La primera noche dormiríamos
en una cabaña del sistema de parques estatales (parecida a la yurta que os
comenté hace algunos post)
y como para la segunda estaba todo ocupado, nos decidimos por una cabaña cerca
de Forks que encontramos en AirBnb.
Las aventuras comenzaron con el alquiler del coche. Por
internet todo se veía fácil y simple pero vaya cacao se armó una vez allí. La
primera novatada fue que se necesitaba una tarjeta de crédito vinculada al
conductor o no te daban el coche. La única que no tenía el carnet, era la que
sí tenía una tarjeta que no fuese débito, total, que gracias a un chanchullo
que hizo el chico que nos atendió pudimos coger el coche. Una vez en el
aparcamiento nos enfrentamos a la siguiente aventura: aprender cómo funcionaba
un coche automático. Cuando le coges el truco es facilísimo, pero siendo la
primera vez la verdad es que desconcierta un poco. El encargado de
"ayudarnos" a entenderlo era un hombre mayor, asiático, con bastantes
malas pulgas, escaso en paciencia y con un inglés justito. Tormenta conducía
primero y yo guiaba (previa descarga de los mapas en mi móvil porque allá donde
íbamos no había cobertura). El hombre empezó a gritarle a la pobre "you no
good", "you no driving" (algo así como: esto no se te da bien,
no puedes conducir el coche). Tuve que explicarle que nunca había conducido un
coche automático y que además el inglés no era su primera lengua… parece que se
calmó un poco y le pareció bien. Salimos del aparcamiento y condujimos sin
novedad hasta Tacoma. Allí, en el mercado metropolitano probamos: The cookie. Así, a secas, creo que tiene el nombre bien merecido... madre mía. Fue una
recomendación de Ashley y se lo agradecimos con todas nuestras papilas
gustativas.
Cuando nos dieron el coche nos emocionamos pensando que
era todo un Cañorero, que era enorme... pero no tardamos en comprobar que
éramos los más pequeños de la carretera. Tras unas dos horas rodando primero
por autopistas de seis carriles por sentido (con salidas a izquierda y derecha,
por cierto) y un último tramo por carreteras interminablemente rectas que se
perdían entre los altísimos árboles, llegamos por fin a nuestro destino.
Tuvimos suerte, tras unos primeros tramos en los que llovió con bastante
intensidad, se despejó el cielo y pudimos comprobar que los paisajes de los que
nos enamoramos en películas como Crepúsculo eran reales. Era difícil cerrar la
boca mientras veíamos los jirones de niebla mezclarse de forma caprichosa con
las hojas de los árboles.
La cabaña del Ranger (el guardabosques) estaba cerca de
la entrada del parque, llegamos para que nos diese la llave de la cabaña pero
no había nadie. En la puerta había un cartel con una lista de nombres y su
cabaña asignada e instrucciones diciendo que para comprar leña metieras 6
dólares en un buzón y cogieras alguno de los paquetes que estaban apilados en
la puerta... me duele decirlo, pero sospecho que en España ese sistema no
tendría demasiado éxito. Cogimos un paquete y apuntamos los datos del coche
para que no nos multaran. Al fin llegamos a nuestra "cabin". Por 57 dólares:
4 personas alojadas (y el permiso del coche para circular por el parque), desde
luego nada mal. Eso sí: sin baño ni ropa de cama, pero con electricidad, mesa
exterior y un sitio para hacer fuego.
Nuestra cabaña, con su mesita y sitio para hacer fuego |
Nuestro super coche (enano al lado del del Ranger) |
Tras descargar el coche comenzamos a hacer fuego antes de
que oscureciese más. Nos estaba resultando difícil porque había llovido mucho,
los troncos que habíamos comprado eran gordísimos y, para rematar, venían
rachas de viento de vez en cuando que hacían que las ramas pequeñas y el papel
de la base ardiesen rápidamente, antes de que se prendiesen los troncos. Pero
no nos rendimos, a mis hermanas les hacía mucha ilusión probar los smores (las
típicas nubes pinchadas en un palo que se ven en las películas metidas en un
sándwich de galletas integrales y chocolate) y lo íbamos a conseguir.
En esas estábamos, cuando veo que mi hermana se queda
callada y mira con los ojos como platos algo detrás de mi espalda. Un hombre
mayor se acercaba a nosotras, un hombre con un hacha en la mano. Cuando llegó
se presentó y nos dijo que era un voluntario del parque, que le estábamos dando
pena e iba a ayudarnos. Nos partió todos los troncos por la mitad mientras nos
contaba que llevaba un marcapasos con la batería del Samsung Galaxy Note 7 (de
esas que explotan y han prohibido en los aviones) pero que no tenía dinero para
cambiarla, que si olíamos a cerdo quemado por la noche llamásemos a la
ambulancia... no parecía estar de broma. Tras eso, conseguimos nuestro objetivo
y casi cuando estaban ardiendo los últimos troncos, nos abrazamos las cuatro a
observar la luna llena en silencio. Este se desvaneció pronto, ya que unos
aullidos empezaron a resonar por los alrededores. Primero pensamos que serían
niños jugando pero tras oír que provenían de diferentes puntos del bosque
decidimos que lo mejor sería entrar en la cabaña antes de que se consumiera del
todo el fuego, por si había algún lobo curioso.
Al día siguiente dimos un paseo por el bosque. Era
espectacular la cantidad de líquenes que acumulaban los árboles, parecían como
patas de cangrejo gordas y peludas. El aire era purísimo y él aura del lugar
resultaba casi mística. Cuando me entra la pena de pensar lo lejos que estoy y
la de momentos importantes que me estoy perdiendo, pienso en que de alguna
forma gracias a que estoy viviendo aquí personas
queridas están experimentando cosas que de otra forma nunca hubieran conocido.
Nos fuimos casi con pena, camino a la siguiente aventura.
Paramos en Port Angeles a comer en un sitio especializado en barbacoas y pusimos
rumbo a la cabaña de Forks. Por el camino nos encontramos con Lake Crescent,
uno de los sitios más bonitos que he visto en mi vida. Una pena no haber tenido
más tiempo.
Por lo visto es bastante típico de la zona |
Tras sacar unas cuántas fotos, volvimos corriendo al
coche con miedo de que se hiciera de noche. Escribí al hombre que nos iba a
alojar en AirBnb para decirle que no estábamos seguras de a qué hora
llegaríamos y preguntarle cómo quería hacer la entrega de la llave. Me contestó
que no me preocupara, que la cabaña no tenía llave. Ahí ya tuvimos un aperitivo
del panorama que nos íbamos a encontrar… pensé que se cerraría por dentro y
listo.
The Flyn Farm se encontraba al final de un camino de
tierra, bastante más allá de donde las indicaciones de Google Maps llegaban.
Tuvimos que usar las indicaciones del dueño para llegar, cosas del tipo: pasad
unos buzones, dejad un granero gris a la derecha o pasad un puente con un
cartel que reza "frogs crossing" (ranas cruzando). Por el camino
pasamos por una especie de cementerio de coches cuyas atracciones principales
eran un camión de bomberos decrépito y un autobús escolar oxidado y abollado,
con las ventanas rotas... juré que si era ahí dormiríamos en el coche esa
noche. Pero no, era aún más lejos. Ya estábamos llegando cuando nos lo encontramos.
Tendría unos 80 años, parecía atlético y tenía cierto carisma que invitaba a
confiar en él. Seguimos sus instrucciones para llegar a la cabaña y esperamos
en la puerta para que nos la enseñara.
Ahí el cartel de las ranas y el del perro... aunque no había perro |
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Y ahora tengo una mala noticia y una buena: la mala es
que hasta aquí dura el post de hoy... mejor dejarlo antes del descubrimiento de
los huesos. La buena es que para no teneros intrigados mucho tiempo, volveré la
semana que viene con la segunda parte: Lobo hombre en Airbnb.
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