Hola Soletes,
El otro día me di
cuenta de que cuando me ocurre algo surrealista o me alucina alguna cosa de
este país siempre pienso “uh, esto va pal blog”, incluso hago el comentario en
voz alta si estoy con algún amigo. La realidad es que, si lo dejo estar, al
final me acaba pareciendo lo más normal del mundo y no escribo sobre ello. El
otro día me preguntaron qué hago para divertirme y se me olvidó por completo
que “escribir” estaba en la lista… caí en la cuenta de que hace dos semanas compartí
una entrada del año pasado, así que llevo bastante tiempo sin escribir y os merecéis
que siga con la rutina.
Ya expliqué el
motivo por el cuál he estado sin pasarme por aquí: mis padres han estado de
visita dos semanas y hemos vivido muchas aventuras: desfile del solsticio con
los correspondientes ciclistas desnudos, visita a las principales prácticamente
todas las atracciones de Seattle, viaje por carretera para recorrer el estado
con su parada de rigor en bares de carretera, licorerías, tiendas legales de
marihuana y puestos familiares de cerezas, pasar la noche en los bosques,
conciertos, etc. etc. Hubo muchas pequeñas cosas reseñables, pero ninguna
merecedora de un post entero por lo que puede que más adelante las utilice como
parte de alguno (sobre los parques naturales del Estado de Washington, por
ejemplo). He animado a Emma y Enrique a escribir un post para compartir con
vosotros su visión si les apetece (y tienen tiempo), así que quizás en unas
semanas podáis disfrutar de una versión extendida de esta historia y de alguna
que otra foto de la cámara de Enrique.
Hoy estaba poco
inspirada, la verdad es que tanto jaleo me ha dejado exhausta: dos semanas de trabajar,
planear y hacer turismo han hecho que sólo tenga ganas de “no hacer nada” los
fines de semana… Pero echaba de menos escribir, poner en palabras lo vivido y
compartirlo con vosotros. Por aquí todo sigue más o menos igual, con la
salvedad de que mi amada Ciudad Esmeralda resplandece más que nunca con el sol
de julio y eso me hace querer estar fuera y pasear constantemente, tal como les
ocurre a las decenas de parejas que se dedican a abrazar a su churry con un
brazo y consumir su “lo que sea frappé” de Starbucks con la otra mano. Aquí
tenéis un par de fotos para que os hagáis una idea del marco.
Quitando eso, lo
único reseñable desde la última vez que publiqué es que asistí por primera vez
a una barbacoa del 4 de Julio que organizó Ashley. Fue bastante parecida a la
imagen de película que tenemos: hamburguesas, cervezas, banderas americanas y
flores decorando las mesas, juegos familiares junto al lago, mantas en el césped
para sentarte a descansar y fuegos artificiales por la noche. La verdad es que
conocí a varias personas muy interesantes en ese evento, a ver si vuelvo a
verlas, porque en esta ciudad nunca se sabe.
En resumen, como
no me convencía hacer un relato extenso ni del viaje de mis padres ni del 4 de
Julio, voy a aliñar el post con una de esas anécdotas que mientras vivía pensé “esto
va pal blog”. Fue precisamente con Ashley con quien la viví. Ella, Laura y yo
decidimos ir a hacernos la manicura a la hora del almuerzo (esta es otra de las
cosas que chocan de este país: en muchos trabajos puedes manejar los horarios
como quieras). Ella tenía un viaje y yo tenía un congreso, así que pensé
que sería una experiencia divertida que me ayudaría a tener “manos de señorita”
durante toda la semana.
Entramos en la
tienda y había tres mujeres vietnamitas atendiendo a otras clientas (por lo
visto es muy típico que negocios de este tipo sean regentados por mujeres de
Vietnam). La imagen del lugar era un poco de “peluquería de barrio cutre” pero
los mullidos sillones dorados con una especie de minijacuzzy para los pies
(para los que se hacían la pedicura spa) me hizo pensar que quizás las
apariencias engañasen. Además, en cada puesto de trabajo había un cartel con su
“licencia de manicurista” bien visible, para que supieras que estaba todo en
regla (es un milagro que no se necesite una licencia para masticar chicle en
este país…). Efectivamente, mi impresión era cierta: las mujeres eran muy
profesionales y realizaron un trabajo excelente. Además, la manicura incluía un
masaje de cuello y hombros (y de piernas si te hacías la pedicura).
Me hizo mucha
gracia que hablasen entre ellas en su idioma, a grito pelado, y que de fondo
tuviesen puesto en bucle un DVD con “las mejores actuaciones de Madona”. No
pude evitar acordarme de la segunda parte de El diario de Bridget Jones.
En concreto
de la escena de la cárcel.
Hasta ahí todo
más o menos normal. Entonces apareció nuestra invitada estrella: una mujer se
raza negra, aún no sé si borracha, loca o las dos cosas. Por lo visto había dejado
el salón hacía un rato y no estaba satisfecha con el resultado, a ratos gritaba
que le devolvieran su dinero, a ratos se quedaba frita en uno de los sofás. La
situación era un poco incómoda, pues las manicuristas le decían que debía
esperar a que termináramos nosotras y la ignoraban el resto del tiempo. La cosa
se puso interesante cuando la mencionada mujer se dirigió a la estantería de
las pinturas de uñas, cogió una y dijo: “vale, si no me devolvéis el dinero me
llevo esto a mi casa”. Viendo que hacían caso omiso a su amenaza, decidió dar
un “golpe de efecto”: atravesó la tienda rauda y veloz, “secuestró” una caja
enorme de regaliz rojo y gritó: “pues entonces me llevo esto, lo digo en serio”.
Se llaman Red Vines y son bastante populares (para que os hagáis una idea, el bote pesaba unos 2kg y vale en torno a 25 dólares)
Motivada por
nuestra cara de circunstancias, una de las mujeres decidió ir a hablar con ella
para asegurarle que ahora le atenderían y esto pareció calmarla. Se puso de
buen humor, comenzó a decir que eran como su familia y que las quería mucho. Seguidamente,
supongo que para confraternizar decidió sentarse a mi lado. No tenía
escapatoria: tenía una mano fresca y la otra raptada por la mujer que me
atendía. Por un azar del destino vio mi acreditación del hospital y se puso a
preguntarme que si era médico o enfermera… pensando que a continuación venía
una consulta de salud, le dije que no, que hacía investigación. Se puso loca de
contenta: sin hilar bien las frases y de forma atropellada, me preguntó si
conocía al Dr. Nomeacuerdo que vivía en un barco. Cuando le dije que no se
mostró decepcionada, me dijo que era muy famoso, que había hecho un estudio de
cómo se transmitía el SIDA en las lesbianas monógamas y que la respuesta eran
los juguetes… claro, todo el sentido del mundo. A estas alturas yo hacía como
la que intentaba centrarse en su masaje y cerraba los ojos, esperando que se
aburriera y se fuera… No tuve suerte. Nuestra nueva amiga tuvo tiempo de hacer
unas cuantas preguntas acerca de las edades de los participantes que incluimos
en nuestros estudios. Tan pronto le dijeron que ya la atendían, perdió el
interés y se fue tan tranquila a su sillón, sin esperarse a oír la respuesta.
En conclusión: en Seattle, hasta hacerse la manicura puede ser una aventura.
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PD: este sábado
de madrugada vuelo a Toronto. Si mis planes salen bien, tendré cosas bastante
interesantes que enseñaros a la vuelta, de momento mantengo la intriga. Mi
intención es escribir en el avión y publicar al siguiente fin de semana, que es
cuando vuelvo, así que (en principio) se mantiene el ritmo habitual de
publicaciones.
¡Hasta pronto!
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