¡Buenas, Soletes!
¿Me habéis echado de menos? ya estoy de vuelta en Seattle. He llegado con las pilas cargadas, muchos planes por delante y escritos varios sobre la experiencia de volver a casa por primera vez. La semana que viene el blog volverá a la normalidad y os hablaré de esa experiencia y de varios eventos que están por llegar.
Para hoy, mientras me recupero del Jet lag, os he preparado una sorpresa. Os traigo un texto de Francesc, un buen amigo al que también le gusta escribir y al que creo que no se le da nada mal. Es un estilo muy diferente al mío pero creo que os gustará. Sin más preámbulos, os dejo con su prosa.
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La reina destartalada
Si no recuerdo mal era entre la calle Viladomat y la calle Tamarit. Un cruce aparentemente normal de lo que yo consideraba ya como mi barrio en mi ciudad. Llegué un siete de mayo, acompañado por el buen tiempo y acogido por buena gente, y es que los que ya entrábamos en la categoría de futuros universitarios vivíamos en una emoción continua, esperando que el mundo se nos echara encima con ofertas irrepetibles. No lo podría decir de otro modo: nos creíamos el centro del mundo y del universo, no como agujeros negros que todo lo absorben, sino como estrellas brillantes que dan vida a otros planetas. A pesar de estas emociones y sensaciones, al caminar, me compadecía de la pobre gente desafortunada que no podía vivir lo que yo viva y lo peor, que no podía tener lo que yo tenía.
Pocos días después de mi llegada empecé a investigar y a familiarizarme con el nuevo entorno, buscando las tiendas más cercanas, los bares más suculentos, los mejores cines... lo que siempre había deseado por fin podía palparlo, apretarlo con fuerza para que no se me pudiera escapar. Recorrer la ciudad era lo que más me gustaba, mirar, observar las particularidades de la gente, todos diferentes, tanto de ropa como de tamaño, de habla... Pero las observaciones destinadas a todos y cada uno de esos individuos se decantaron en especial hacia una anciana. El lugar donde la vi por primera vez era más bien ruinoso, un bloque de pisos, la fachada principal del qual estaba tapizada con carteles que imploraban urgentemente un comprador o un arrendatario. Poca gente vivía allí, ya que las dimensiones de aquellas propiedades eran demasiado caras de mantener y siempre era más fácil arrendar un pisito en las afueras. En la planta baja había un supermercado Bon-bum, medio desierto de clientes y trabajadores, pero no de mendigos y prostitutas. Fue allí donde la vi por primera vez, aquella viejecita desafortunada que mendigaba pidiendo caridad. Normalmente no solía mirarla, sobre todo los primeros días, simplemente por el temor a su extraña figura y a las imaginarias consecuencias que pudiera tener sobre mí. ¿La consideraba una especie de bruja? No exactamente, pero no me fiaba para nada de su mirada oculta bajo unas oscuras gafas sin marca, que seguro escondían más que los ojos.
Me solía sorprender por su postura, acostada en el suelo, siempre con la misma ropa, los dedos deformados y lo que más impactaba: su mandíbula salida, yerma de dientes y saliva. Solía estar arropada, asustada en un rincón, con las manos empuñando las rodillas y con la cabeza temblorosa, de cara a la pared. Se movía incómoda sobre el trozo de cartón donde quedaba martirizada. Parecía que se ocultaba de algo temible, pero al mismo tiempo vivía en la calle pidiendo caridad, siendo la más visible de los invisibles. El tiempo pasaba, y aunque la veía prácticamente cada día, nunca osé decirle nada y menos ofrecerle algo. Su pequeña estatura iba acompañada de un repugnante aroma a rancio y poco a poco empezaron a salirle unas curiosas manchas oscuras en la piel.
Parece mentira, pero los días que no la veía en aquel triste y abandonado rincón, la echaba de menos, tenía la sensación de que algo faltaba. Por extraño que parezca ningún mendigo osaba ocupar el lugar de la antigua, lo que lo dejaba completamente vacío. Al parecer todos le tenían un gran respeto, quizá por los años que llevaba en el "oficio".
Llegó el día en que había pasado una semana sin aparecer y poco a poco la gente fue olvidando su figura y su presencia, y del mismo modo se fueron marchitando todos aquellos rumores que corrían sobre su vida pasada, su supuesta familia y sus raros negocios. Algunos se habían aventurado diciendo que era miembro de una mafia rusa que se dedicaba a tener gente por toda la ciudad pidiendo caridad, otros que había sido una mujer de mala vida, que se dedicaba a las drogas... pero yo prefería pensar que simplemente había sido una persona desafortunada, venturosa en otras épocas o incluso que harta de la sociedad había buscado el último lugar, esperando que llegara el día de su muerte. ¿Dónde estaba? nadie lo supo nunca, ya que acompañada de su soledad desapareció sin dejar rastro.
A pesar de su anonimato, empecé a verla como lo que había sido: una mujer especial, más bien pobre de esperanza, resignándose a la buena voluntad de la gente. Su figura era diferente al resto, poco insistente y respetuosa. A pesar de ser un mendigo más de mi querida Barcelona, había dejado algo dentro de mí, algo que me hacía recordarla, era la primera mujer que conseguía que no me quedara indiferente.